EL CUENTO DEL CUENTO

Pues no seré la mejor escritora, pero puedo decir que me encanta tanto hacerlo que he comenzado una búsqueda en la que me veo en la necesidad de elegir una forma de expresión. Hablando con mi lider resulto ser que soy una persona destinada a expresarme escribiendo que el día que no lo haga es como si el silencio me invadiera, es cierto, la mejor forma de decir que me sucede es a través de estas líneas que contienen un poco de mi sentir. Hoy no estoy triste ni contenta simplemente sigo aferrandome a la vida con la sabiaduria que sólo sé que no sé nada.

Pues entre mis pláticas salió este fantástico escritor de cuentos mexicanos llamado Edmundo Valadés, nació en Guaymas, Sonora, en 1915; murió en 1994. A los seis años de edad se mudó a la Ciudad de México y a partir de 1937 fue reportero, articulista, cronista y columnista. Del periódico Novedades fue secretario de redacción y director de la sección editorial. En otros periódicos (El Día, Excélsior, Uno más uno) publicó columnas de carácter cultural y crítica literaria.

Su vida fue escrita a través de los cuentos, quisiera comenzar a contar mi historia como él lo hizo como cuentos, cuentos que dejan mucho y dicen más.

algunas de sus obras son:

  • La muerte tiene permiso (1955).
  • La Revolución y su novela (1960).
  • Las dualidades funestas (1967).
  • El Libro de la imaginación (1970).
  • Por caminos de Swann (1974 y 1983).
  • Los Grandes cuentos del Siglo XX (1979).
  • 23 Cuentos de la Revolución Mexicana (1985).
  • Sólo los sueños y los deseos son inmortales (1986).
  • Con los tiernos infantes terribles (Tomo I de las antologías temáticas Los cuentos de «El Cuento», 1988).
  • La picardía amorosa (Tomo II de la serie anterior, 1988).
  • Ingenios del humorismo (Tomo III, 1988).

Así como me encontré con este gran personaje, me encantaría encontrarme conmigo, sigo pérdida en un abismo de sentimientos confusos.

Por último les dejo este pequeño cuento de Edmundo, al cual admiro y será mi maestro de estilo de hoy en adelante.

Hay minutos en que todo parece escaparse de las manos. El día

ha sido como un cheque sin fondos. Hemos caminado de prisa y de pronto nos

detiene una duda: ¿dónde vamos? Resulta que no lo sabemos.

Una bruma desconsoladora nos envuelve. Creemos que los anuncios luminosos y

las lámparas de los arbotantes no han sido bien encendidos.

Suponemos que el mundo es demasiado grande y que no lo habita nadie. Algo

así como si todos sus habitantes se hubieran ido a pasear a otro

planeta. La soledad nos sobrecoge de improviso. Y con ella, el deseo

punzante de hacer algo indefinible, desde tomar una taza de café

hasta realizar una hazaña heroica. Y no es ni lo uno ni lo otro.

Buscamos dentro de nosotros mismos, nos interrogamos: ¿qué

será? No se atina con la respuesta. Contempla uno la vida y la

compara a una botica, en la que hay de todo. Sin embargo, no tenemos la

receta. No puede saberse la medicina. Es el vacío.

 

Esa noche, Epigmenio no tenía la receta. Era uno de esos

días en que los pequeños y apurados planes que hace

cualquiera para tener una meta inmediata a la que asirse, para salvarse del

vacío, le habían fallado. La muchacha que pretendía

enamorar había faltado a la cita. Por esperarla, se pasó la

hora de ir al cine a ver una película del Indio Fernández. En

el café, la tertulia de amigos se había disuelto. Así

como las grandes calamidades se desatan simultáneamente, esas

minúsculas que cercan a los hombres a determinada hora y hacen

también su daño, se habían desatado contra Epigmenio.

En ese momento, se sentía el único habitante sobre la

tierra.

 

Esta sensación no es nada grata. Si se carece de

imaginación o se la posee en exceso, lo más fácil es

resbalar hacia una cantina. Epigmenio decidió entrar en la

más cercana y tomar algo fuerte. Ante el bar, con un pie en el

«estribo», Epigmenio se puso a pensar. ¿Había

perdido algo? Cuando alguien se hace esas preguntas precisamente frente a

la barra de una cantina, lo inevitable es que pida otra copa. Y que se siga

con una docena. Normalmente, a la duodécima, ese hombre se ha

salvado inesperadamente no se sabe por qué milagros del alcohol. Se

siente feliz en la tierra y la ve poblada otra vez por sus habitantes, sus

esperanzas, sus alegrías. Hasta descubre desconocidos e interesantes

seres. Charla con cualquier ser humano, le surge una ternura inusitada por

el cantinero, todas las mujeres se convierten en fáciles amores.

Así son a veces las penas humanas. Lo grave para Epigmenio fue que a

la duodécima copa se sintió más solo. Y un hombre que

se siente solo después de haber bebido doce copas y ya frente a la

decimotercera, es todo un drama. Es que ese hombre está

verdaderamente solo.

 

Posiblemente Epigmenio lo ignoraba. La soledad es una

revelación, como la urticaria. Uno está muy bien. De repente,

hay una comezón terrible en toda la piel. Es la urticaria que

brotó por cualquier secreta alergia. Así la soledad. Uno ni

siquiera la supone. Se vive, sé es, a pesar de todo, más o

menos feliz. Pero un minuto, un instante, porque faltó una chica a

la cita, porque no se pudo ir al cine, porque no se encontró a

ningún amigo en el café, y ¡ahí está la

soledad! Y tan inútil como rascarse, cuando la urticaria, sin que se

calme, así la soledad: la escarba uno creyendo que es pura

imaginación y se exacerba. Ya será difícil que se

ahuyente. Epigmenio comprendió: no se sentía solo, estaba

solo.

 

La revelación, a pesar de la niebla del vino, fue dolorosa.

Para escapar de su daño, Epigmenio intentó buscar

compañía. Cerciorarse de que no estaba solo en el mundo.

Creía que no tendría arriba de dos horas en la cantina. Pero

las barras de las cantinas comprueban la teoría de la relatividad:

cuando pudo descifrar el reloj, calculó que habían

transcurrido cerca de tres horas. Era más de la medianoche. A esa

hora, un hombre con trece copas que descubre su soledad y busca

compañía, si es soltero, por lo general nada más tiene

un sitio donde encontrarla: en un cabaret. Epigmenio salió de La

Mundial y enfiló hacia el Waikiki.

 

Había estado allí hacía cuatro noches. Entonces

no por sentirse solo, sino porque deseaba a una muchacha. Usted sabe: esas

cosas inevitables que han creado muchachas que van a los cabarets para que

las inviten los clientes. La muchacha que Epigmenio invitó esa

pasada noche resultó ser muy agradable. Bastante bonita.

Además, capaz de dar algo que no debe esperarse: un poco de ternura.

Y mostró hacia Epigmenio una cálida simpatía. Y otras

cosas que no hay que decir, porque resultarían indiscretas.

 

Epigmenio llegó al Waikiki. Allí, por si usted no lo

sabe, hay muchas mesas y, alrededor de ellas, esperando a un

anfitrión ideal, las muchachas. Las malas muchachas, como hay que

nombrarlas para diferenciarlas de esas conocidas como las buenas muchachas.

Las malas se ganan la vida bebiendo con quienes las invitan. Por cada copa

que toman, la casa les da una «ficha». Cada «ficha»

vale un peso cincuenta centavos. (Creo que ante la carestía de la

vida, también las fichas están revalorizadas.) Cuanto

más las invitan, más «fichas» obtienen.

Consecuentemente, más dinero. A ellas les gusta, naturalmente, que

quien las invite les convide muchos tragos. Por otro lado, pueden gustarle

al cliente. El cliente las invita a ir a dormir. Si a la muchacha no le

interesa más que el negocio, acepta ir por un rato. Si el cliente le

gusta o se gana su simpatía, puede quedarse dormida hasta el otro

día. Claro, si no hay un amigo que les lleve la cuenta. Todo esto es

muy variable. Habría que hablar mucho sobre ello. Si alguna vez

usted y yo podemos ir juntos a un lugar de ésos, allí, frente

a una mesa, podremos platicar largamente del asunto.

 

Cuando Epigmenio entró en el cabaret, las cosas empeoraron.

Aquello estaba poco concurrido. Nada más unas cuantas parejas

perdidas entre tanta mesa. Las mesas están frente a la pista, donde

se baila, todas con un albo mantel y cuatro sillas bien acomodadas.

Epigmenio fue a sentarse precisamente en el centro. Solo. Apoyó el

codo sobre la mesa y la cara sobre la mano, tratando de que sus miradas

pudieran adivinar si lo que aparecía ante ellas era un objeto o una

persona. Y si era persona, si tenía la forma de Sylvia. Sylvia, la

muchacha que había aceptado su invitación hacía cuatro

noches y se había dormido hasta el día siguiente. La

recordó, concentrándose. La concentración se

convirtió en algo intenso: tuvo la certeza de que, si ella estaba

allí y aceptaba otra invitación, dejaría de sentirse

solo. Con la presencia de Sylvia volvería el mundo a poblarse. Pero

no podía concretarla entre las formas desdibujadas de esta o aquella

muchacha cuyos contornos, líneas y perfil no llegaban a adquirir,

ante sus ojos miopes por el alcohol, una identidad, un nombre, una

esperanza.

 

El señor que atiende el cabaret y que dirige a los meseros como

hábil estratego, amablemente se acercó a preguntarle

qué deseaba. Es un señor muy diligente que va y que viene,

incansable, arreglando que ningún mantel esté fuera de centro

y que las sillas estén en su sitio. Debe haber supuesto que algo

grave le ocurría a Epigmenio, porque le hizo la pregunta con cordial

simpatía, como tratando de consolarlo. Epigmenio no acertó a

decirle que quería una muchacha y que esa muchacha debería

ser exactamente Sylvia. Y que si Sylvia no estaba, él daría

cualquier cosa por encontrarla. Y que si no la encontraba, podría

suceder una catástrofe: que no volviera la gente a la tierra. Y que

entonces querría no una copa, sino una botella. Por eso, Epigmenio

no pudo decir nada. El señor, con mucha experiencia, le

aconsejó un jaibolito. Es más, aclaró que era una

invitación suya.

 

La orquesta inició ruidosamente un danzón. Ese de

«píntame de colores, para que me digan Supermán».

Las pocas parejas que se hallaban en los gabinetes laterales -se nos

olvidaba precisar que lateralmente, empotrados en la pared, hay esos

gabinetes abiertos- principiaron el baile, deslizándose por la pista

o desbocándose por ella. Según los temperamentos, claro. De

pronto, como una vaporosa aparición, Epigmenio descubrió el

rostro de Sylvia por sobre el hombro del caballero que la apretujaba.

Sylvia también lo vio y respondió a su mirada con otra

indefinible. Podría decir «por qué no has venido»,

«por qué no me avisaste que vendrías» o «me da

igual que hayas venido».

 

Epigmenio se sintió perdido. Si Sylvia estaba con otro

caballero, lo seguro es que no podría venir con él. Las

pequeñas calamidades continuaban aglomerándose. Cuando

cesó la música, vio cómo Sylvia era llevada por su

compañero hasta un gabinete. Y cómo se sentaba muy cerquita

de ella y casi la besaba al hablarle, tal vez repitiéndole las

mismas palabras que el propio Epigmenio dejara caer la otra vez en los

oídos de Sylvia. No había duda: la debía estar

invitando a ir a dormir. Y esa invitación, no hecha por él,

era toda una pena. Una pena honda. Una pena de ésas que en un

descuido dan de qué hablar.

 

Epigmenio soslayó cómo Sylvia se levantaba.

¿Habría aceptado? Vio cómo llegaba hasta el mostrador,

visible desde su mesa, donde les cambian las «fichas» al irse.

Como algo le apretara dentro, lastimándole quién sabe

qué víscera, Epigmenio dejó de ver a Sylvia.

Clavó los ojos sobre la pista y se sintió el más

desgraciado de los hombres. Esa desgracia implicaba la sensación de

que Sylvia era mucho más bonita, con sus grandes ojos abiertos y su

boca carnosa, con su blusa blanca muy escotada y sus cabellos sueltos. No

pudo evitarlo: recordó cosas muy íntimas. Vamos, Epigmenio

estuvo seguro de que daría cualquier cosa por tenerla a su lado, que

haría cualquier cosa porque se fuera con él.

 

Hubo algo que lo detuvo. Sí, el tipo que estaba

esperándola. El tipo que se iba a dormir con ella. Había un

trato de por medio que no podía ya romperse. Sylvia estaba

comprometida. Y él sabía que ese compromiso es como el aval

de una letra de cambio. Quién sabe por qué, pero Epigmenio

pensó: «La soledad es un desierto. Soy un cactus en ese

desierto.»

 

¿Y esto? Epigmenio sintió que una figura se acercaba

hacia él. Muy extraño. ¿Sylvia? Sí, Sylvia

venía hacia su mesa. ¿Qué podría ser? Bueno, no

quedaba más que el disimulo, para evitar un error. Sylvia estaba ya

junto a él. Sin decirle nada, se inclinó un poco y le dio un

beso en la mejilla. Nada más. Ella se había ido. Estaba

saliendo ya, con el tipo ése. Epigmenio sentía el beso,

cálido, lleno de ternura, infalsificable. Decididamente, un beso con

magia. El beso espontáneo de una mala muchacha llamada Sylvia. Un

beso que había logrado de pronto que todas las gentes regresaran a

la tierra del paseo por otro planeta. La tierra estaba poblada otra vez por

millones de hombres, por animales, por casas. Por risas y lágrimas.

Por todo eso que es la vida.

 

  

Edmundo Valadés

 

  

La muerte tiene permiso, Fondo de Cultura Económica, México,

1985.